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Pregón emotivo en las fiestas de San Antonio Abad, de Tamaraceite. El sábado se me había invitado al pregón que iban a dar unas mujeres mayores del Lugar: Maruca Tejera González, María Dolores Santana Santana, Sebastiana Santana Diepa. Rememoraron su niñez, unos setenta años atrás, y he de decir que quedé gratamente sorprendido por la frescura de unas “universitarias de la vida”, cuyas asignaturas más trabajadas han sido las labores de la casa, el sobrevivir al durísimo cada día, el sacar a la familia adelante y el complemento de la labor que ayudara a mitigar el hambre generalizada, como pudiera ser el ejercer de sirvientas, cuidando a niños, a pesar de que en muchas ocasiones su edad no fuera muy diferente de aquellos niños a los que cuidaban.

Me emocionó el escuchar las vivencias de aquellas tres entrañables mujeres, que iban desmenuzando, con una gracia inusual, sus duros recuerdos. Contaban como se trasladaban, siendo niñas, descalzas y a pie a Las Palmas de Gran Canaria, al Puerto o al Dragonal, para ir a lavar la ropa, cuando el Barranco de Tamaraceite no llevaba agua, con sus cestas, colmadas de ropa, a la cabeza. Allí ayudaban a sus madres a tender y aprovechaban para desnudarse, pícaramente dijeron que en aquel entonces nadie miraba, y poder asearse y lavar su ropa, que tendían en las piedras, pitas o tuneras y, ya secos sus humildes vestidos, se colocaban sus limpios trajecitos y vuelta a casa, de nuevo caminando, pero matizando que lo hacían descalzas.

Cuando llegaban a casa, por la dureza del camino, caían rendidas y pedían algo con que saciar el habitual hambre, a lo que, normalmente se contestaba, no hay nada. El día de suerte se podían comer unos plátanos sancochados, muchas veces fruto de nobles hurtos a los poderosos del Lugar, y como postre un pedacito de calabaza, también sancochada. Después a dormir a la cueva en la que no se disponía de muebles, sólo unos sacos, a modo de mantas, que con dificultad y de forma milagrosa, conseguían atajar algo el frío. Una de ellas nos contaba, a un auditorio reducido pero muy atento y receptivo, que su madre encendía el fuego y metía la leña para que los vecinos vieran como salía el humo de su hogar. La niña no entendía aquel proceder porque costaba muchísimo conseguir la leña, y la madre le decía que lo hacía para que la gente creyera que estaba haciendo de comer, aunque nada se pudieran echar a la boca.

Se les aplaudió a rabiar y por una noche fueron justas protagonistas, ofreciendo como recompensa no sólo sus duras vivencias sino sus agradecidas sonrisas. Al terminar su hermoso pregón fuimos invitados, por los acertados organizadores, a un “enyesque” y allí un amigo me contaba una curiosa anécdota, también relacionada con aquellos duros años.

Me dijo que Jesús Arencibia, el genial artista de Tamaraceite, le había contado una historia inolvidable, relacionada con su familia, que él desconocía. Los personajes eran sus bisabuelos, un matrimonio muy curioso. La bisabuela era muy bajita y el bisabuelo era alto, fuerte, bebedor y maltratador. Era su costumbre que todo se le tuviera servido en la mesa y en aquella ocasión se le tenía preparado un plato de lentejas. Le estaba sabiendo al señor pero se encontró con una típica piedrecita que masticó con sus dientes. La reacción fue tremenda, tiró el plato al suelo, vociferó, pataleó y fue a por la buena señora, para darle la ración que creía se merecía. Aquel día fue diferente a lo habitual, sus hijos ya habían crecido, y todos al unísono fueron a por su progenitor, para impedir que, una vez más, castigara su madre. La pobre mujer, como pudo, se metió en medio y con las manos en alto detuvo, no sin esfuerzos, a su prole, diciéndoles: “Éste es vuestro padre y a un padre no se le levanta la mano. A un padre siempre hay que respetarle”. Quedé aturdido y, quizá algo, sorprendido por la narración y por un final inesperado, debido a la reacción de aquella noble mujer. Pero, de forma sorprendente, no quedó ahí la cosa. La mujer, en medio del revuelo, les dijo, una vez más, a sus hijos que no tocaran a su padre, pero sí que podían agarrarle para que ella fuera por el maltratador, dándole lo que se merecía. La Historia Oral nos sorprendió y nos llevó a una época en la que no todo era trabajo compartido y sudores sino que también los malos tratos eran habituales pero, en este caso, la ley del talión, se aplicó al que se creía intocable, dándosele la merecida recompensa.

 

Juan Francisco Santana Domínguez

Doctor en Historia

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